martes, 29 de octubre de 2013

Gasolina


Hace unos días un joven conductor llegaba al lugar donde iba a tener lugar una reunión en la que debía participar. Entre risas y preocupación narró cómo, pocos kilómetros antes, había echado gasolina a su coche. El caso es que echó diésel cuando debía haber rellenado el depósito con gasolina. Por fortuna la acción se produjo ya entrando al lugar donde debía llegar. Hubo de llevar el coche la grúa y posteriormente, en el taller, sustituir alguna pieza menor. Milagrosamente salvó el motor entero…

Quizá, de cuando en cuando, pueda pasarnos algo parecido con la vida. Todos necesitamos de alguna gasolina –no física, claro está- para seguir y movernos como nuestra vida valiosa debe y puede caminar. Cada cual, a buen seguro, sabe cuál o cuáles son esas gasolinas interiores que dan fuerza al propio motor vital. El caso es que, de cuando en cuando nos dejamos ir por las inercias y no echamos gasolina, dejamos de preguntarnos cuál es la nuestra o aquella que es mejor para nosotros y echamos la gasolina equivocada quizá por probar, quizá por despiste, quizá por… Pero nos damos cuenta en el fuero más interno que es sólo una o unas la o las gasolinas que realmente nos hacen caminar si no queremos quemar nuestro motor, o dejar que se pare el coche, o estropear alguna que otra pieza de nuestra vida… Alguno me dirá que hay sustitutivos que no dañan el motor y que lo hacen funcionar. Cierto. Pero ¿El rendimiento y la satisfacción es la misma?

Se me antoja preguntar con un me genérico para quien quiera hacerlo propio: ¿Cuál es esa gasolina que realmente hace andar mi vida con sentido, ésa que me llena de alegría cuando camino realmente, cuando mi motor más interno y de sentido va como la seda y me siento pleno de sentir la brisa sobre la cara tal vez del alma?...

Ya ven, echar gasolina parace lo más simple del mundo, pero quizá no lo sea tanto… Como tantas cosas quizá sea, tan solo, cuestión de elegir…

sábado, 12 de octubre de 2013

¿Y después de Lampedusa?



Lampedusa… Leo que algunos medios informan ya de 350 muertos… Hace unos días otro naufragio por allí añade otros 50… Y todos, como es lógico, nos rasgamos las vestiduras… Como cuando murió aquel mendigo en un albergue… ¿Y después?... Silencio. No hay más… El mundo va muy deprisa. Las noticias se producen sin más y las consumimos con la voracidad con la que nos las muestran; no entro a valorar con qué sesgos o criterios –les dejo a ustedes tal juicio-. El caso es que desde hace unos día me recorre un resquemor interno que no se acalla y que hoy quiero compartir: Nos rasgamos las vestiduras ante un hecho tan horrible como ese naufragio pero dejamos pasar los cientos de inmigrantes que día a día se juegan la vida para buscar algo mejor para ellos y los suyos. Dejamos pasar que en nuestro país, dato reciente, ya son tres millones de personas las que viven bajo el umbral más severo de la pobreza. Dejamos pasar los emigrantes que no llegaron a cruzar quién sabe qué estrecho. Dejamos pasar la hambruna eterna de algunos países y sus gentes. Dejamos pasar las migraciones masivas de refugiados por conflictos cargados de intereses ocultos donde lo que menos importa son las personas. Dejamos pasar… Porque no son noticias espectaculares. Porque molestan nuestras acomodadas conciencias. Porque podemos permitirnos mirar para otro lado, aunque lo veamos de refilón o algo sepamos. Porque… Nos rasgamos las vestiduras con Lampedusa, pero nos las colocamos bien tantas veces sin plantearnos nada… No hablamos de objetos de consumo, aunque las noticias y la voracidad informativa los conviertan en ello. Hablamos de personas. Personas… Que ríen, sufren, aman, abrazan, viven. Personas con familias y gente a la que quieren y que les quieren. Personas como tú y yo. Personas…


Lampedusa me golpeó, como a todos, pero me dejó profundamente inquieto. Ojalá no se pase esta inquietud y ojalá a ustedes les pase lo mismo porque cada día hay muchas, demasiadas Lampedusas, se llamen como se llamen y no lo deberíamos olvidar… Nunca…