sábado, 11 de abril de 2020

Ofrecimiento de los dolores a la Virgen de la Vera Cruz

Hoy es Sábado Santo. Día de silencio, de espera, de vacío. María, sin duda, se queda en casa, encerrada, mascando la amargura del dolor, de la pérdida de su hijo... Tal día como hoy, en mi ciudad natal, Valladolid, la Cofradía Penitencial de la Santa Vera Cruz, a la que siempre he pertenecido, organiza el ofrecimiento de los dolores a la Madre Dolorosa, a Virgen Dolorosa de la Vera Cruz. Ofrezco, a continuación, este ofrecimiento de los dolores particular, en prosa poética-oración, si es que te sirve, amigo lector, hermano de la vida...
Sábado Santo. Todo es vacío. Soledad. Silencio. Miles de interrogantes revoloteando por el horizonte del alma. Miles de preguntas sin respuesta. Miles de esperanzas truncadas. La sombra amarga del no poder comprender. El dolor infinito de una madre que ha perdido, de la forma más terrible a su propio hijo…
Es duro el sábado santo y su silencio denso invita siempre a recorrer las calles vacías del alma, a quedarse en casa, en una suerte de congoja esencial…
En este marco, permíteme madre del dolor, Virgen de la Vera Cruz, al pie de la cruz, poner a tus pies tanto dolor que estos días nos atenaza…
Las calles están vacías. En silencio. La ciudad parada. Fantasmal. Envuelta en una quietud atemperada con un deje de frío invernal en esta primavera. Faltan los saludos a vuelapluma. Las prisas de la actividad. Los usuarios habituales de los bancos de las calles y parques. El encuentro casual de convecinos. Falta la normalidad que otrora fuera. Y la plaza con sus soportales, la calle platerías, nuestro templo querido en ella, nos echan en falta tanto como nosotros a ellos… De pronto las ventanas son nuestros ojos donde escapa un poco de esa vida ad intra que nos sobrelleva o que, quizá, sobrellevamos. Y los pájaros ocupan nuestro espacio en forma de trinos y gorjeos y frenético ir y venir, como marcha procesional de una extraña Semana Santa.
En este vacío, permíteme madre, con este corazón que te mira ensimismado, como cuando era niño, como cuando lo hacía detrás del capirote, hachón en mano, permíteme el atrevimiento de poner tanto dolor en tus manos dolorosas…
Así, madre, dejo en tus manos todos esos muertos, solos, en la cruz de su cama de hospital, conectados a tubos y máquinas. Todos esos que se han dejado en las manos del Señor porque no había otras manos… Sin poder despedirse, agarrar una mano, mirar a los ojos a aquellos a los que amaba… Una llamada al familiar de referencia para comunicar la pérdida del ser querido al que no se ha acompañado, al que no se le ha visto, al que no se le verá más. Llamadas, lloros y silencios sin poder acudir a ningún sitio. Velar al ser querido. Luego todo son prisas, anónimas y suponemos que eficaces: la cama que queda libre, un féretro no se si elegido, un traslado a la morgue donde haya sitio, una espera, ¿dónde está mi familiar?, un elegir quién va al entierro si puede hacerse, una espera a que sea incinerado. Y los más, encerrados en casa sin poder despedir, comenzar el duelo, ver por última vez… Todo apresurado, como el mismo entierro de tu hijo, allí donde cuadró, con improvisación… ¡Cuánto dolor madre! ¡Cuánto!
Y los enfermos, madre. Tantos aislados. Solos con la enfermedad y con el miedo. Con la incertidumbre absoluta anegando el pecho. Una habitación de la casa. Un hotel. Un hospital. Un lugar improvisado. Pero solo y a la espera de que el tiempo pase y los síntomas no vayan a más. Y si van, que, con suerte, pueda contarlo… Una montaña rusa física y emocional. Sin los suyos pero pensando en ellos de continuo, deseando no haberlos contagiado. Tal vez sintiéndose algo culpable por el riesgo que genera y que fue, de pronto, hallado. Nadie se les acerca, nuevos apestados, nuevos leprosos del siglo XXI, fuera de la ciudad, aunque tan dentro… Tu hijo, Jesús, ahora en el seno de la tierra, los hubiera abrazado. Los hubiera abrazado… Estoy seguro, madre, que una sonrisa cariñosa brota de tus labios doloridos, al recordarlo. Y al hacerlo nos recuerdas que no podemos dejarlos. Que no podemos dejar a nuestros mayores por el hecho de serlo si se han contagiado. Que su vida sigue valiendo, y mucho, para todos. Que cada vida es una vida por la que merece la pena luchar. Pero madre, algunos lo han olvidado, o se ven precisados a elegir a quién salvar. Terrible decisión para una conciencia. Terrible dolor…
Madre, el dolor del sanitario que lo da todo por cada paciente, que se hace manos de Dios, mano de familia, mano de amigo, arriesgando su propia vida y salud, no por un sistema, sino por cada persona, ser humano que le llega a las manos y que trata de curar. Con medios y sin ellos, lo intentan. Sufren con cada muerte, con cada retroceso. Se emocionan con cada alta y cada avance. En su ser íntimo, vocacional, van unas manos de madre, como las tuyas, al lado del hijo en cruz, hasta el último aliento. Sosteniendo su vida y su mirada…
Dolor, madre, de tanta familia encerrada entre problemas, entre dificultades. Tantas situaciones no siempre buenas y hasta peligrosas. También ahí el miedo, las palabras medidas, el contener la respiración… Madre, que no estallen las batallas interiores, las injusticias, las violencias, las malas artes. Que las hay, madre, por desgracia…
Dolor de tantos solos en sus casas. Tantos confinados día a día, sin más compañía que sus pensamientos, que sus recuerdos, que su ancianidad, o su juventud, o quién sabe qué. Pero ahí están. Horas y horas solos. Días y días solos. Benditas sean, madre, las llamadas de quienes saben estar cerca y acompañar por un rato.
Dolor, madre, de esos niños que sueñan con la calle y con el parque y con salir con su bicicleta. Que anhelan correr, saltar, gritar al sol. Tantos niños que aguantan como pueden entre cuatro paredes que, de pronto, sin saber cómo se achican o se agrandan. Y qué decir de los hiperactivos, de los autistas, de los niños de mil necesidades… Los padres también usan tus manos amorosas de madre y sacan conejos de las chisteras inexistentes. Dejan a un lado sus miedos y dolores y dibujan sonrisas, y besos al ritmo de juegos improvisados. Cuánto dolor menudo. Cuánto amor desbordado…
Cuánto dolor el de tantos padres y madres que sufren en silencio pero no quieren mostrarlo para animar a sus hijos, a sus familiares, a sus cercanos. Cuánto intento doloroso de normalizar en lo que no lo es. De vivir con sentido el sinsentido. De mantener a flote una barca en forma de casa…
Cuánto dolor, madre, en tantos despedidos de su trabajo. En tantos trabajadores que pisan un terreno incierto de futuro. En tantos pequeños empresarios y autónomos que no saben si podrán seguir. En tantas familias que, de pronto, se quedan sin recursos y horizontes. El dolor del interrogante sin respuesta. El dolor de la certeza incierta que ya es o tal vez sea. La montaña que de pronto se presenta sin tener equipamiento para afrontarla. Y pensar en los que has de sacar adelante sin saber cómo… Cuánto dolor, madre…
Cuánto dolor, madre, en aquellos tirados en la calle. Aquellos sin hogar que vagan en mitad del vacío, expuestos al contagio. Aquellos que ya jugaban fuera la partida. Aquellos que cuesta que sigan las normas de quien acabó expulsándolos de su juego. Y tus manos de madre, una vez más, en forma de tantos voluntarios, de tantas instituciones -que son personas- buscándoles protección, comida, techo…
Cuánto dolor el de los emigrantes en los que nadie piensa ahora. En las masificaciones de los campos de refugiados. En las tiendas improvisadas en algunas fronteras… Quién piensa en ellos. Quién los protege. Quién piensa en esos abuelos, en esos niños, en esos padres… El virus también existe para ellos… Madre, ponerme en su piel me da escalofríos. No los desampares. Ojalá tus manos, hechas personas, lleguen también hasta ellos.
Madre, el dolor del tercer mundo infradotado, que también recibe al virus y lo sufre. Hemos visto imágenes de muertos abandonados en la calle. De ataúdes de cartón. De difuntos envueltos en cualquier cosa…Cuánto dolor, madre, cuánto… Al ritmo de una pobreza y desamparo que potencia lo inenarrable…
Cuánto dolor, madre, en tantas vidas, historias, personas… Los dejamos en tus manos amorosas, sufrientes, dolorosas.
Nuca he dejado de poder mirar tus lágrimas resbalando, de esos ojos suplicantes, de esa protesta callada, impotente, al mismo cielo. De esa ira contenida, serena, cierta. Nunca he podido dejar de mirar esas manos que se elevan en súplica, en petición de explicación, en búsqueda infinita de asimiento a un aire inconsistente. Que no hay consuelo para quien así pena, cual madre doliente, tras la muerte injusta del hijo justo, del mismo hijo de Dios que tanto bien sembró y llevó a cabo. Pero todo calla. Y todo vela. Y miras al cielo y lloras y protestas, con los brazos al aire… Pero en tu mirar sereno se dibuja apenas la esperanza, vacilante, incierta, incipiente. La esperanza que se cree, que se espera contra sí misma, contra toda espera y esperanza. Pero que se espera. Que solo de tu dolor infinito, de tu abrazo eterno que nos ampara, brota una luz callada que nos ilumina, que nos devuelve el aliento… Danos tu aliento minúsculo en tanto desaliento. Danos tu mirar callado. Tu dolor y tu protesta y tu semilla chiquita de vida nueva, resucitada, inmensa en su novedad no conocida…
Dicen, perdónenme hablar casi de memoria y hasta de lejana referencia, que en la última restauración de tu talla, que D. Gregorio, hace tantos siglos, labrara a golpe de gubia y cincel, apareció en uno de tus brazos un periódico enrollado, de la época de la guerra de Cuba. Tal vez aquel cofrade devoto miró tu imagen y en ofrenda te dejó su fe de forma tan sencilla en el brazo. Nadie sabe si aquel hermano nuestro, regresó de aquella guerra. Si sobrevivió. Otras guerras, por desgracias vinieron luego, cruentas sin duda. Hoy vivimos una batalla nueva, madre, contra un invisible y minúsculo enemigo. No valen armas ni odios, ni supuestas ideas. Solo nos queda confinarnos, protegernos y confiar en una ciencia que no va tan rápido como se quisiera. Y de pronto recordamos que los que nos creímos gigantes orgullosos, solo somos una minúscula fragilidad de pies de barro y corazón de tela rasgada. Una fragilidad habitada por ese padre bueno que tanto nos contara tu hijo, al que tú, joven muchacha acertaste a decir sí, sin alcanzar las consecuencias. Es esta fragilidad pequeña, tan humana, la que hoy ponemos en tus manos, ampáranos madre y acompáñanos en tanto dolor y tanta vida. Danos tu mano y haznos hermanos, una vez más, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

lunes, 6 de abril de 2020

Historia de las luciérnagas

Todo era luz. Luz maravillosa. Intensa. Colorida. A su amparo todos corríamos de un lado para otro. Todo era veloz y muy iluminado. Incluso nos fijábamos en esos grandes focos de luz que acaparaban nuestra atención deseando alcanzar, en ocasiones, tal intensidad y presencia. Y ocurrió. De pronto. Sin más. Sin previo aviso. Sin razón alguna. Llegado de la nada. Un apagón. Inmenso. Global. Paralizador. Todo era oscuro. Negro. Noche. No había referencias. Luces de móviles quizá hasta terminar la batería. Alguna linterna. Una vela ¿Quién tiene una vela hoy en día? Oscuridad.

Y de pronto, revoloteando como quien no quiere la cosa, aparecieron ellas. Pequeños puntitos de luz que se movían frenéticamente. Unas se concentraban en hospitales. Otras llevaban cosas de un lado a otro. Otras se mantenían en su sitio. Otras nos protegían. Otras iban ofreciendo su pequeñita luz a quien se viera necesitado de ella de mil maneras. Otras hicieron que tuviésemos en cuenta a los que vivían al lado, o arriba o debajo. Y todos, admirados, estallaron en aplausos por las ventanas. Y su luz minúscula, sumada infinitamente a otras luces minúsculas, nos emocionaron. Y en ellas pusimos nuestra esperanza. En su luz chiquita que nos contagiaba y hacía vibrar las cuerdas más profundas del alma.

Entonces caí en la cuenta de que esas luciérnagas, esas lucecitas chiquitas, siempre habían estado ahí. Con nosotros. Entre nosotros. Siendo parte de nosotros. Pero… No las veíamos. ¿Por qué no las veíamos? ¿Por qué no las mirábamos? ¿Por qué, tal vez, las despreciábamos? Cegados por otras tantas luces y su intensidad, ellas no parecían estar. Pero estaban. ¡Vaya si estaban! Y ahora están. Tan solo siguen haciendo lo de siempre: Regalarnos su luz, pequeñita e inmensa en su minúscula esencia.

Tal vez ellas no necesitaban el apagón. Probablemente los demás sí. Es posible que la oscuridad nos enseñe, paradójicamente, a ver…

Ojalá a partir de ahora sepamos ver esas luciérnagas siempre. También cuando recuperemos la luz. Ojalá dejemos que su lucecita nos contagie. Ojalá valoremos de una vez su grandeza que se nos regala desde siempre en gratuidad.

Por todos vosotros, mujeres y hombres luciérnagas, que en esta crisis global, nos regaláis vuestra luz, como siempre habéis hecho pasase lo que pasase. ¡Gracias!

domingo, 17 de febrero de 2019

Sacro misterio inmisericorde

Sacro misterio inmisericorde:

Nunca alcanzaré a decir aquello
Que buscan -indómitos- mis versos.
Sólo serán esquirlas fugaces;
Luciérnagas en umbría noche;
Entelequias hermosas ansiando la utopía;
Riberas lejanas de lo inefable.

Que nunca ceje, -agónica batalla-,
En alumbrar minucias
Sobre el tapiz del viento.

domingo, 13 de enero de 2019

Micro cuento



Se escondió tras el viento. Danzó con él, asido a sus ramas. Mas, de improviso, seguro en su escondite, le delató su mirada...

martes, 24 de abril de 2018

Mi tierra

Hoy es el día de mi tierra: pura reciedumbre dibujada en llanura, hecha de arcilla, espiga, sudor y labrantío. Sazonada en pinares, páramos y cerros. En ocres y verdes infinitos. En tierra de horizonte sedienta de un cielo que la abraza. Tierra de derrotas, fríos, estíos y melancolía. Tierra de fidelidad infinita para quien traspasa en honradez el zaguán invisible del alma. Es mi tierra: Castilla y León con sus gentes y quien quiera habitarla.



viernes, 6 de abril de 2018

Esquirlas de sueños

Con gubia y cincel sobre la arena
Labro esquirlas de sueños.
Las guardo con mimo en un tarro de cristal
por si algún día aciago despierto.
¡Consúmense las briznas todas!
¡Galopen tenaces sobre el viento!
Y, aunque la tempestad real
arrebate toda gubia o cincel,
Aún me quedarán las manos
sobre la arena.