Hace algún tiempo escribí en las redes sociales, a
partir de un viaje frustrado por la nieve, lo siguiente: “Intentar ir no es
garantía de llegar siempre o del modo esperado o en el momento previsto. Puede
que tengas que dar la vuelta, reorientar
el camino. Aun así siempre hay que intentarlo. Siempre. Una y otra vez. Eso es
avanzar...”
Avanzar... Recientemente me vi sorprendido, junto con
un compañero, en otro viaje dificultado por la nieve. Tuvimos que comprar unas
cadenas para el coche y aprender a ponerlas sobre la marcha. Todo un proceso
interesante: no saber qué tipo de cadena comprar. No saber cuándo detenerse
para colocarlas. Actuar un poco por intuición y un poco por mera
racionalidad... El caso es que al fin, con las manos manchadas y frías. Con el
abrigo manchado. Conseguimos poner la cadena y seguir nuestro viaje. Íbamos
despacio. Llenos de prudencia. En ocasiones el coche decidía bailar,
deslizándose suavemente fuera de lo previsto. El miedo se instalaba por
momentos en el habitáculo, esperando que el coche respondiese a los leves
movimientos para corregir el rumbo, siempre sin tocar el freno. El afán por
avanzar, por pasar la zona peor aportaba el necesario estímulo para seguir, al
ritmo posible, en las circunstancias que se presentaban. Así avanzamos algunos
kilómetros hasta que, de pronto, nos vimos atrapados junto a muchos más
vehículos en mitad de la carretera y sin posibilidad de continuar. No teníamos
claro lo que pasaba: ¿Sólo la nieve? ¿Un accidente? Pese al frío, la nieve y la
ventisca, hubo que salir. Pisar nieve. Solo así descubrimos que, mucho más
allá, un camión se había atravesado
provocando la retención fatal de un elevado número de coches. Estábamos
atrapados sin saber muy bien qué hacer. Nos metimos en el coche tratando de
resguardarnos del frío. De vez en cuando encendíamos el motor para calentarnos
midiendo mucho el gasto de combustible, por si acaso. Conviene ser prudente
cuando uno no sabe muy bien lo que va a pasar... De principio la idea de ser
algo circunstancial que se resolvería pronto habitaba en todos. La espera era
paciente y tranquila. Se diría que casi confiada. Pero el tiempo pasaba. El
temporal seguía arreciando. La solución inmediata no llegaba y allí seguíamos
todos, juntos y a la vez tan solos, cada uno en su vehículo. Es cierto que la
relación sencilla brotó de forma natural y con ella los detalles solidarios:
alguien que tenía comida la repartió entre los ocupantes de los coches
cercanos. El tabaco se compartía entre fumadores. Las leves informaciones se
compartían... Y el tiempo seguía pasando. Y el frío aumentaba. Y los nervios
también. De pronto la idea de no salir de allí de modo inmediato afloraba...
Los silencios aumentaron dentro de nuestro coche y las bromas se redujeron. Y
llegó el mazazo de la noche. Y el ver pasar las horas, cegarse los cristales
con la nieve y el hielo. Empezar a sospechar que tendríamos que pasar la noche
allí. Comenzar a abrigarse de verdad con la escasa ropa que llevábamos. Medir
el uso de batería y combustible para que diese de sí para una posible larga
noche. Comenzar a auto recriminarse el haberse puesto en camino en
circunstancias así. Pasar por muchas fases: enfado, desconcierto, aceptación,
miedo, esperanza, resignación... Así, en
disposición de aguantar lo que viniese y una larga noche por delante, tras diez
horas metidos en el vehículo, unos golpes en el cristal. "Salgan. les
desalojamos. les llevamos al pueblo". Sentir, entonces, un alivio. Salir.
Recoger las cosas a toda prisa. Caminar sin ver en medio de la ventisca de hielo
hiriente. Pasar el frío que ninguno habíamos pasado en nuestra vida. Un frío
que helaba hasta el tuétano. Caminar en sombras, detrás de otro, hacia donde
guiaba una voz y una linterna de la que te fiabas. Entrar por fin en un jeep de
protección civil. Helados. Empapados. Temblar durante al menos quince minutos
largos sin conseguir entrar ninguno en calor. Frío. Desconcierto. Alivio.
Preocupación por el coche que allí quedaba en mitad de ninguna parte. Ver pasar
a más gente en fila. Temblando... Ver formarse el convoy. Dejarse llevar sin
saber muy bien a dónde pero dejarse llevar porque era la única posibilidad de
salir de ese atolladero peligroso... Y fiarse, claro. Fiarse... Tras un difícil
camino, recuperada ya la temperatura básica, llegar a la puerta de un hotel
donde conseguimos entrar a base de pisar nieve hasta las rodillas y resbalar.
Una de la mañana. La directora del hotel nos informa de que no hay
habitaciones. La única posibilidad es quedarse en el comedor del hotel. Nuevo
desconcierto. Agradecimiento pese a todo. Diálogo rápido, espontáneo. Un grupo
de ocho o diez personas nos organizamos y decidimos ir por al pueblo a buscar
otro hotel. Más nieve. Más frío. Más incertidumbre. Maleta a rastras,
conseguimos llegar a otro hotel. Compartimos habitaciones, algunos con
completos desconocidos. Cenamos una palmera y algo de leche caliente. No había
más. Después de un día así, sin comida ni bebida, fue un manjar. Qué grande es
lo pequeño cuando nos olvidamos de todo lo que tenemos habitualmente, cuando de
pronto, no tenemos nada... Y así, conseguimos pasar unas pocas horas de la
noche.
Día segundo. Amanece temprano. El grupo espontáneo
de la noche anterior quedamos en la cafetería con la esperanza de recibir la
llamada de la Guardia Civil, subir hasta los coches y poder salir, por fin, de
allí. Esperanza en medio de un ambiente lleno de nieve y frío. Nunca antes
había visto tanta nieve junta, la verdad... Y de nuevo las horas pasando. Y de
nuevo la espera. Y de nuevo el no saber qué hacer... Comprar unas botas y
calcetines porque los pies llevaban mojados un día ya. Qué minucia y qué avance
a un tiempo. Es curioso. Lo pequeño de nuevo... El diálogo y la opción, diversa
esta vez. Varios de nosotros decidimos volver al hotel de origen donde estaba
la mayoría de la gente, muchos ya alojados. Al llegar la sorpresa inicial:
prensa por todos los lados, mandos que no estaban el día anterior bien
visibles. Surgió entonces la indignación. Más tarde la ironía y el humor
necesario. El ejército organizaba un convoy para subir a intentar rescatar los
coches. Solo los conductores podían ir, el resto debían quedase en el hotel, en
aquel comedor, en aquella cafetería... Los conductores salieron. Les despedimos
con la mirada que decía: con cuidado, tranquilos... Y de pronto un silencio
denso en el comedor. Una mujer embarazada comenzó a llorar. Su marido subía
hacia el coche. Entre todos la tranquilizamos. Nunca olvidaré aquella cara,
aquel coger a su hijo, aún en formación, con unas manos protectoras... Luego
fue el tiempo. La espera. La esperanza. El no saber de los nuestros. El hablar
de otras cosas para no pensar y dejar correr las horas... Hasta que al fin llegaron los vehículos y los
conductores. Y el dejarlo de cualquier modo en el hueco que dejaba la nieve,
poco, eso sí... Y de nuevo la noche. La imposibilidad de salir de allí por
segundo día consecutivo. Conseguimos la última habitación que quedaba en el
hotel y pasamos la noche. Tuvimos una oportunidad de haber salido pero el
convoy que organizaron rumbo a la ciudad en la que se inició nuestro viaje,
salía cuando llegaban los coches rescatados. No hubo más ocasión.
Y amaneció el tercer día. De nuevo todo era
incertidumbre. Nadie sabía si era posible salir para un lado u otro. Aún
quedaban coches por rescatar. Toda la carretera cortada. Decidimos probar con
el tren. Nos fuimos, maleta en mano, a la estación, dejando el coche donde
quedó el día anterior. Eso sí. Habíamos limpiado la nieve, pala en mano, por si
le podíamos sacar. El tren no pasaba hacia nuestro destino. Todo cortado
también. Un tren salía en breve hacia el lugar donde se inició nuestro viaje.
Al final nos decidimos a coger aquel tren. Debió ser de los pocos que pasaron
ese día. Casi al vuelo... La sensación era ambigua. Habíamos tomado un camino
pero no nos satisfacía el todo la decisión. Había sido una decisión sobre la
marcha. Llenos de tensión. Las decisiones de esos días fueron así.
Continuamente. Tensión. Información incierta. Decidir sin saber si era lo
adecuado. Dar un paso y luego ya se verá. Darse cuenta de que las oportunidades
perdidas,las decisiones no tomadas ya eran pasado y algo que no merecía la pena
pensar ni lamentar, ni retomar. Solo eran pasado. Ahora había otra opción que
sabe Dios a qué llevaba a continuación. Pero eso ya se vería. El paso a paso
parecía inevitable. Era inevitable y la única estrategia posible.
Así llegamos a la ciudad originaria a donde no
pensábamos volver. Empezamos a barajar opciones. Trenes cortados hacia nuestro
destino. Todo desviado por una ciudad más al este y desde allí posible bajar.
Pero sólo al día siguiente. Ya no había billetes. Intentar cambiar unos
billetes con otros viajeros. Imposible. Eran de jubilado. Intentarlo con
autobús. Hay posibilidad. Coger billetes. Viajar de nuevo hacia la otra ciudad.
Hacer tiempo hasta el siguiente bus hacia destino. Nueva incertidumbre por el
tiempo malo. También había que pasar un puerto. ¿Lo conseguiríamos? La opción
estaba tomada. Había que seguir el camino. La posibilidad. La senda abierta. A
cuestas, el cansancio, La tensión, Las ganas de llegar... Y al final fue
posible. A las once de la noche. Tres días después llegamos a destino. Nos
esperaban. Nos acogieron en casa. Fue agradable. Pero el coche seguía allí.
Habría que ir a por él cuando se pudiese. Pero eso ya es otro capítulo
posterior de esta historia que no cabe en este post.
Ahora al paso de los días, lo habrán notado usted
entre líneas, uno se plantea que tal vez la experiencia no sea muy distinta de
la vida. De muchos momentos de la misma. Momentos de incertidumbre. Momentos en
que se Pierde el camino. Momentos de inesperado devenir. Momentos de fiarse.
Mirar hacia delante, hacia la siguiente decisión que no se sabe cuál es. Dejar
las decisiones no tomadas o tomadas como algo que fue pero que ya no es ahora.
No lamentarse por lo no hecho sino hacer lo que se puede a partir de ahora.
Confiar. Tener esperanza pese a todo. Buscar siempre solución, aunque no se
vea. Trazar caminos posibles, itinerarios distintos, no exentos de riesgo, pero
al fin posibles. Apostar por lo trazado, por lo decidido con la firmeza de
esperar que sea camino posible, certero, exitoso en su ir y venir. Estar
atento, continuamente, con esa capacidad de percibir detalles, movimientos, de
intuir, de escuchar, de adelantarse, de frenar, de parar, de recapacitar. Estar
dispuesto a lo que venga y a lo que se pueda construir con lo que se tiene.
Apreciar lo poco, le efímero, lo sustancial. Trazar líneas posibles. Apostar.
Tomar caminos. Avanzar...
Ya ven. Quedarse atrapado en la nieve tal vez no
sea más que un interesante remedo de lo que es el viaje de la vida de cada uno
de nosotros. Aunque se lleven cadenas las cosas se tornan imprevisibles de
cuando en cuando...
Darse cuenta en definitiva de que, como comenzaba
este post, Intentar ir no es garantía de llegar siempre o del modo esperado o
en el momento previsto. Puede que tengas que dar la vuelta, reorientar el camino. Aun así siempre hay que
intentarlo. Siempre. Una y otra vez. Eso es avanzar... Y tal vez vivir...
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