lunes, 31 de enero de 2011

Simbiosis

Pónganse en situación… Un grupo de teatro aficionado formado por alumnos de un colegio, eso sí, de una trayectoria y trabajo reconocidos y de alto nivel… Última representación de su último montaje… Un año de duro esfuerzo… El público ha reconocido, puesto en pie, la calidad del resultado final: tres horas de representación de una obra de alto contenido dramático, difícil de interpretar por adolescentes… Una de las actrices principales llora desconsoladamente… Su papel no era fácil… La intensidad de los sentimientos a transmitir por ella en cada instante había sido un laberinto de duro tránsito… Sé que el equipo de dirección tuvo que trabajar mucho el contacto con los propios sentimientos y emociones durante meses, así como el modo de hacerlos aflorar, después, de un modo natural… Muchas horas de trabajo previo, de taller teatral, de ensayo… Al final la simbiosis entre actriz y personaje fue de tal calibre que… Aquella chica no dejaba de llorar… Y, he aquí la grandeza de lo aprendido y vivido… No lloraba por haber terminado la última representación, ni de alegría por el triunfo cosechado, ni de cansancio, ni de… Lloraba porque ya nunca más volvería a ser su personaje, nunca más iba a encarnar a quien, de algún modo, había tomado posesión de ella en las tablas… Sufrieron tanto juntas sobre el escenario, amaron tanto, temieron tanto, sintieron tanto que… Se obró el milagro con tal intensidad que lloraba al separase para siempre de ella… Pero, he aquí el misterio y la grandeza del teatro, aquella jovencísima actriz había comprendido, como nadie, el drama real que vivió su personaje y, por extensión, el de muchos otros… Ahí es nada…Y, segunda parte del milagro, aquel personaje enseñó a aquella jovencísima actriz a encontrase consigo misma, a conocerse mucho más profundamente, a enfrentarse a sus miedos para superarlos a base de tesón y esfuerzo… Aquel personaje, aquella unión, le abrieron las puertas que permiten comprenderse uno mismo y comprender a los demás, desde lo profundo… Y lloraba… ¡Cómo no iba a hacerlo en realidad!... ¿Saben? Nunca he podido olvidar aquellas lágrimas ni la grandeza que encerraban y dudo que las llegue a olvidar…

martes, 25 de enero de 2011

De vampiros y vampirizados

Tengo un buen amigo que últimamente anda preocupado y algo tocado de moral… Es una de esas buenas personas que uno se encuentras de pronto en la vida y que son excepcionales excepciones (valga la redundante redundancia)… Es una de esas personas que no puede pasar al lado de alguien que necesite un cable y no echárselo… Un amigo de sus amigos, comprometido con los allegados y no tan allegados…Y, claro, pasa lo que pasa en estos casos… Hay mucho mal nacido, gorrón aprovechado de la bondad ajena, que vampiriza la vida de bienpensados y altruistas a base de favores que llega un punto que no lo son, rozando, por momentos, los malos modos de la exigencia; o que tras conseguir lo añorado desaparecen cual niebla al calentar el sol… Y el cumplidor honrado, desde esa lealtad afectiva y de gratuidad, pese al fastidio momentáneo del disgusto, cumple una y otra vez, favor a favor… Hasta que se pregunta si tanta rata de alcantarilla asomando hocicos humanoides no le estará haciendo la puñeta a base de chupar sangre… Se le pasan entonces las ganas de seguir pensando en otros y sospecha, no sin acierto, que piensa demasiado poco en sí mismo… Vamos, que le están haciendo sentir un guiñapillo de poco valor… Cornudo y apaleado y, como dice el refrán, poniendo la cama… ¿Hay más que decir?... No hay derecho a que tanto hijo de su madre se siga lucrando y aprovechando de los demás… No hay derecho a que alguien con la mejor intención sea recompensado con lo que nunca debería encontrar… Y, sobre todo, no hay derecho a que alguien se llegue a preguntar si ser bueno merece la pena, si lo que hay que hacer es ser un mercachifle, un jeta, un cabrón aborregado en la más pura línea de la sociedad…o quizá un miope forzado con esa extraña habilidad de giro de cabeza en el momento oportuno…

Saben, me duele mi amigo… Me duele lo mal que lo pueda estar pasando… Y me duelen todas las buenas personas que, como él, se lleguen a preguntar si merece la pena ser así… No hay derecho… No lo hay…

Posiblemente nunca acabemos con la gran plaga de los aprovechados… Posiblemente mi amigo y otras personas como él, volverán a llevarse golpes importantes en la vida… Pero, saben, quiero creer que sí sigue mereciendo la pena ser así, simplemente bueno y generoso… Amigo, te digo y os digo –permitidme la osadía- que sois necesarios, que vuestro buen hacer es ejemplo para los que os rodeamos y que necesitamos que alguien nos abra los ojos, simplemente siendo bueno porque sí… De verdad que lo necesitamos… Y me temo que cada día más…

domingo, 16 de enero de 2011

Brindis por él

Ayer recibí un mail de mi hermano. Bendito sea… Trasteando por la red encontró algo que resultó ser todo un hallazgo y todo un orgullo: El abuelo Teodoro, mi querido abuelo al que me unían profundos lazos de cariño, recibió allá por el lejano año 1969 la medalla a la fidelidad en el trabajo tras cincuenta años de dedicación educada, correcta y responsable a su oficio de interventor de aquellos viejos trenes que muchos no conocimos. Sus nietos, nacidos en esas fechas y aún posteriormente, como es mi caso, nada sabíamos del asunto. Nunca lo mencionó. Nunca se comentó en aquella casa, ni en la nuestra… Quedó el hecho en el desván del recuerdo y de la modestia... Porque, conociendo al abuelo, aquello no era algo de lo que presumir, sino algo a guardar en la billetera de la satisfacción personal que siempre queda en lo profundo del cajón de la mesilla… Toda una vida de trabajo reconocida y oculta… Con emoción brindé por él, brindamos por él y con él, que estará esbozando esa sonrisa tan suya en el cielo… Veinte años y medio después de su muerte vuelve a darme otra de sus sencillas lecciones, siempre calladas, pacientes, cariñosas… Y me emociono… Gracias, abuelo ¡brindo por ti!

Permítame, capitán

Hoy retomo un artículo que escribí hace unos pocos años y que sigue gustándome especialmente. Permítaseme la licencia...


Anoche regresaba a casa tras una cena entre amigos. Me acompañaba uno de ellos. Caminábamos, entre calles no demasiado transitadas, cruzándonos de cuando en cuando con adolescentes eufóricos, en algarabía festiva y presuntamente embriagada, coetáneos en témporas de mi contertulio. Enfrascados en Lope de Vega y su grandeza, atravesando madrigales de Cetina, sin dejar de lado a Miguel Hernández, previo paso culterano y conceptista, topamos, cual Sancho sorprendido, un tumulto inesperado y no exento de peligro. Nos vimos envueltos, sin querer, en la afrenta de dos bandas que, entre carreras, acorralaban a uno de sus miembros y, previo golpeo en la cabeza con un casco de motorista, pataleaban al infeliz –tal vez tampoco lo fuera- con esa irracional rabia de quien pretende acabar con su convecino. Ante tal hecho, rodeados por carreras de unos y otros, aceleramos prudentes el paso, tratando de alejarnos de unos hechos que no pintaban bien. Disimulado, acariciaba en mi bolsillo el teléfono móvil sin atreverme a sacarlo, no recibiese lo que no había buscado de ninguna manera: alguna iracunda caricia al constatar un intento de llamada a la autoridad. Cuando al fin dejamos atrás el marasmo apareció, para nuestro alivio, una pareja de policías que, impotentes, corrieron hacia lo que ya era una calle casi vacía. Es curiosa la agilidad de huida que desarrolla el hombre, o determinados hombres, ante los herederos de aquellos alguaciles de nuestro siglo de oro. Es cierto que los susodichos eran latinos. No había citado el hecho huyendo de la tópica presente en torno a quien no es “de los nuestros” (¿y qué querrá decir tal cosa?). No creo que sea trascendente el dato más allá de una probable “irregularidad” de algunos de aquellos corredores de fondo, a juzgar por su huida.


Con el corazón encogido nos fuimos alejando convenidos en que no hay mejor medicina para dolencias sociales como la contemplada que la de la cultura, la del canonizado y mártir libro, denostado por la mediocridad de un ámbito social que sigue viviendo desde hace siglos de aquel pretérito y deleznable: “panem et circenses”… Retomamos animosos la prolijidad y valía lopeveguesca y el gusto que mi adlátere muestra por tal autor pese a que, su última creación poética, un admirable soneto, cobra maneras gongorinas elaboradas con acierto. Así, dejando brotar versos y recordando situaciones sociales y literarias de otrora, arribamos a puerto despidiéndonos con albricias como deseo para el solaz dominical.


Embozado por la madrugada la remembranza del suceso retiñe en mi interior obsesa; -“Mil veces le habrá sucedido a mis lectores, y aún a los que me leen, oír una campana y quedarles una prolongada vibración en los oídos después de haber sonado; les habrá sucedido también viajando durarles gran rato, después de apeados ya del carruaje, la sensación del movimiento y traqueteo producidas por muchas horas de camino” que diría Don Mariano José de Larra en uno de sus artículos decimonónicos-. Y así, teclado en mano, resistiendo el cansancio enmascarado de sueño, derramo esta retahíla mal enhebrada con una pertinaz idea: cuán poco ha cambiado el hombre desde sus inicios nebulosos como homínido en evolución. Parece que el río de la vida sigue pasando con su corriente una y otra vez en su ciclo eterno. Caín y Abel, en definitiva. Violencia como modo de ser y relación. ¿Es ciertamente inevitable? ¿No es capaz el ser humano de huir de sus propios errores? ¿El triunfo de los deterministas muestra una constatación más de laboratorio? Cierro los ojos y dejo volar mi imaginación a una calle de aquel Madrid imperial, centro de la profunda crisis demoledora del esplendor patrio que adorna nuestra historia. Visiono a Don Diego en una algarada callejera envuelta en el honor del sable desenvainado cara a cara, de unos principios firmes y de honra, pese a todo, y a una vida no fácil. Dibujo su rostro a mi manera, que me mira desafiante. Con una leve inclinación de cabeza y un perspicaz toque del ala de su sombrero desaparece, girando sobre sí, en la neblina del ensueño… Medito. Creo que me ha insinuado el Revertiano que ceda a la evidencia, a la vez que se entristece de lo soez de una violencia digna de las cavernas en un mundo cada vez más civilizado. ¿Acaso no lo ha sido siempre, a su manera? Miro en silencio el callejón oscuro, ceñido en barro de lluvia y excrementos. Levanto la cabeza a la oscuridad y... musito: permítame Capitán enrocarme una vez más, no cesar en mi obstinación tenaz, algo utópica, es posible. Permítame negar la historia. Permítame creer que el hombre no es así, que la violencia no tiene la última palabra. E inclinando la cabeza saludo, rozando mi sombrero, mientras camino en sentido contrario con una sonrisa desafiante en los labios.

viernes, 14 de enero de 2011

de delatione

Aún recuerdo aquellos años escolares en los que una y otra vez se oía aquel cruento: "seño, que fulanito ha hecho…" Todos lo practicábamos con intuitiva lucidez que, en diversas ocasiones, nos sacaba del apuro propio, y en otras despertaba un morbo palpable en contemplar el castigo ejemplarizante tan merecido. Otras veces, un excesivo y tajante sentido de la rectitud, empujaba a la delación inter pares. En cualquier caso se vivía el chivatazo como algo “normal”. Por fortuna crecemos, maduramos y esa etapa infantil queda superada de modo definitivo… ¿Verdad? ¡Bendito sea Dios! (aunque esta expresión ahora no debe ser políticamente correcta ¿No?)


El último libro que me han regalado y del que he leído apenas diez páginas, se titula: Imperator, y es de Isabel San Sebastián. Nada había leído de la autora y nada había leído en torno a su libro, así que me enfrentaba a él in albis… Y he aquí que en las primeras páginas me encuentro, permítaseme la transcripción de fragmentos sueltos, lo siguiente:


“Corría el año del señor de 1204 y… resonaban los ecos del llamamiento lanzado… para combatir la herejía. El soberano,…, había ordenado levantar hogueras por doquier a fin de erradicarla de sus dominios, y su brazo secular golpeaba de manera tan implacable como la furia del populacho. […]

A Pedro, propietario de una tahona en un pueblecito…, le denunció un competidor celoso de su prosperidad, lo que le catapultó de inmediato a la condición de ejemplo. ¡En mala hora! De la noche a la mañana se convirtió en un fantoche horrendo, expuesto a las garras del vulgo con el propósito de infundir terror. Su nombre había sido escrito en el libro del mal agüero.

Una madrugada de invierno, poco antes del amanecer, fue detenido en su domicilio por los soldados…, arrastrado de calle en calle a medio vestir, zarandeado, sometido a las burlas de sus propios vecinos sin explicarse el por qué de semejante odisea, y, finalmente, arrojado a la suciedad de una mazmorra, en la que se abandonó exhausto, incapaz de comprender. […]

Al amanecer del día siguiente, ante los muros de la fortaleza, el verdugo fue el encargado de ejecutar la sentencia, en presencia de … toda la corte, revestida de sus mejores galas, y del variopinto gentío acudió a contemplar lo que anticipaba ser una ejecución de las más jugosas.

Con el mismo manto que llevaba…, la cara sucia, los ojos hinchados por el llanto y las manos atadas a la espalda, el hereje subió por su propio pie a lo alto del haz de leña preparado para reducirle a cenizas…

El populacho descargaba su rencor con él como podrían haberlo hecho con cualquier otro. Ni veía su cara ni quería oír su voz. Siglos de opresión, generaciones de miseria se manifestaban de pronto en esa forma vil y mezquina, simplemente porque la ocasión se prestaba a ello. En eso consistía precisamente su condición de ejemplo. Él era el chivo expiatorio llamado a cargar con toda la amargura acumulada por esos desgraciados, aunque en ese momento no estuviese en condiciones de darse cuenta. Todo en su mente era confusión y miedo. Sólo miedo y confusión.”

La historia se nos muestra como espejo. La época inquisitorial no es sino uno más de los oscuros capítulos del ensalzamiento de la delación, que ha seguido y sigue su curso en las sociedades modernas, especialmente de tintes dictatoriales, sean del signo que sean. El hecho no me preocuparía de no ser porque en nuestro democrático país, de pronto, se incita públicamente al uso de tan peligrosa arma despiadada en manos del pueblo: En este caso son los fumadores, herejes del siglo XXI, a los que, por otro lado, se alienta en su nicotínica herejía por mor de los ingresos que su descarriamiento produce para papá-estado… ¡Nonsense! Aunque no soy fumador presencio atónito el linchamiento moral progresivo y la naturalidad con que se alienta a denunciar a los que no cumplan la normativa democráticamente elegida por nuestros democráticos representantes votados democráticamente por todos. Ahí es nada. Y democráticamente también hemos asistido a las primeras denuncias (que las ha habido y las habrá)... No es que el hecho sea gravísimo en sí. Lo peligroso, que debe hacernos temblar a todos, es la legitimación pública de la acusación fácil que tanto miedo y desolación ha causado en nuestra historia. Porque… ¿Qué será lo siguiente? ¿Quiénes serán los futuros herejes a delatar? Bastará un vecino envidioso, un familiar despechado, un enemigo ocasional que busque tajada o mal ajeno para desencadenar todo un proceso de condena, de maledicencia que se graba a fuego sobre el propio nombre y existencia y es muy difícil llegar a borrar, porque siempre pesa más la presunción de culpabilidad que la de inocencia, por desgracia… Y aunque no haya piras físicas, sí que las hay morales y sí que hay populacho que, a la mínima, al son de los “nobles de turno” agarra la piedra para lanzarla a la cabeza del acusado arrojando con ella todos los rencores y agresividades propias que de otro modo no se logran exorcizar… En definitiva, que abrimos una puerta peligrosa, o la reabrimos, y hacemos que nuestra “ejemplar” democracia ronde lo que se podría denominar “demo-crictadura” ¿no creen? Pero de eso se podrá hablar otro día… En fin, como decía Catón: “Delenda est Carthago”.